Por: José Abreu Cardet, Premio Nacional de Historia

HOLGUÍN LOS ORíGENES

Holguín: un momento de agradecimiento

Como ocurre con la mayoría de las ciudades y poblados cubanos, los interesados en el pasado han tenido exquisito cuidado en estudiar sus años fundacionales. No pocas veces más ligados a leyendas, tradiciones orales, que a la posibilidad de una objetiva demostración documental; pues no todo se llevó al papel y la tinta y, cuando se hizo, en ocasiones, tales manuscritos se perdieron o es posible que estén conservados en los archivos españoles, casi siempre inalcanzables para las modestas posibilidades de los estudiosos de esta Isla.

Casi por regla, los textos escritos giran en torno al conquistador o el colonizador hispano que fundó la Villa, que muchas veces le legó su apellido como ocurrió con Holguín.

En nuestro caso tiene la peculiaridad que García Holguín no fundó la ciudad, sino el hato donde muchos años después se creó esta. En este sentido, hemos sido respetuosos con aquel hispano en esta hazaña de la memoria. En este 300 aniversario de la fundación de la ciudad en el 2020, debemos tener un momento de agradecimiento hacia algunos fundadores poco recordados.

No podemos olvidar los holguineros que tenemos una gran deuda con una ciudad cercana: Bayamo. Este territorio durante siglos fue parte de ese municipio. Se le llamaba la costa norte de Bayamo. Muchos de sus pobladores eran originarios de la vecina población. Deberíamos acercarnos a nuestros orígenes y dedicar un día o una tarja que conmemore esa relación secular.

Fue, por cierto, un alcalde bayamés, el que dio el impulso inicial para la creación de esta plaza. Don Bartolomé Luis de Silva y Tamayo, en uno de los recorridos que debía hacer por las tierras de su jurisdicción, comprendió las posibilidades que existían en esta región para fundar un caserío. Los vecinos vivían dispersos en este inmenso territorio. Debió ser hombre no solo de autoridad, sino propietario del don del convencimiento, pues logró que los futuros holguineros llegaran a la comprensión de la fundación del poblado.

Seguramente influyeron en la decisión de escoger este lugar, todas las ventajas que presentaba por su situación. Bastante alejada de la costa para evitar, o por lo menos dificultar, la incursión de piratas y corsarios. Es cierto que ya en esta época estaban en franca decadencia, pero el océano es suficientemente grande para que cualquier guerra, alteraciones y crisis los hiciera reverdecer. Pero tampoco estaba tan alejada de estas para que no se beneficiara con las acciones marítimas que se desarrollarían en aquellas inmensas planicies acuosas.

El lugar escogido por su situación geográfica no podía ser mejor. Era aquel un pequeño valle de unos 12 kilómetros de extensión conocido como Cayo Llano. Estaba rodeado de pequeñas alturas, la mayor de ella de 375 metros sobre el nivel del mar.[1]

Aunque desde antes vivían en esta zona algunos vecinos, no podemos considerarlo como una población. Ya en 1704 aparece en un mapa la región con el nombre de Holguín.[2] Siguiendo los caminos de la tradición, se considera que la fundación del poblado se efectuó el 4 de abril de 1720 con una misa.

Otro asunto que debíamos los holguineros agradecer y recordar es que, al crearse la ciudad, se hizo en una estructura regular, en cuadrícula, según exigía la recopilación de las leyes de Indias de 1525, implantadas a partir de 1647, y las ordenanzas de Cáceres promulgadas en La Habana en 1641, las cuales rigieron en todos los pueblos de la Isla y exigían el modelo romano para la fundación de pueblos.[3]

Gracias a eso tenemos esta ciudad, por lo menos en su parte colonial, con sus calles rectas, los bellos parques y, en general, el orden urbanístico que heredamos. Aunque muy trasformado en el siglo XX en los nuevos barrios creados. Hay otros vecinos a los que también debemos un agradecimiento esencial: los primeros habitantes de esta tierra. El historiador Minervino Ochoa Carballosa hizo un análisis, en un texto aún inédito, del que nos autorizó a citar un fragmento y que, por medio de la definición del nombre que se le ha dado a aquellos primeros vecinos, nos sitúa en un grupo que ha evolucionado y ya no podemos llamar aborígenes:

“En este caso, se acepta la denominación de indios para diferenciarlos de los aborígenes que habitaban el archipiélago cubano antes de la llegada de los europeos y mantenían una pureza cultural. Ya estos habían perdido la castidad ante el embate, no solo guerrero, sino también cultural del europeo.

“En general, son los que mantienen vivo su origen étnico durante la etapa llamada de contacto y transculturación. Sus reminiscencias históricas se localizan hasta el siglo XVIII en la región holguinera”. Entre los que crearon esta ciudad, de seguro, se encontraban no pocos de los que el colega define como indios. Quizás imposible hoy determinar el número de ellos y sus descendientes entre aquellos primeros holguineros. Pero recuerdo y homenaje mayor les corresponde a los africanos y descendientes, los que llegaron bajo el yugo de la esclavitud y se convirtieron en grupo fundamental de nuestra nacionalidad. Las escasas fuentes disponibles de aquellos años fundacionales nos impiden determinar su número y menos su nombre. Los caminos de la Isla pasan por África, que ha dejado una huella fundamental, junto con la cultura española, en nuestro pasado y presente.

Todos parecen haber dado su aporte a la construcción de estas casas, calles y plazas que hoy conforman la ciudad de gente de orgullo sano y emprendedor.

Fundación de la ciudad de Holguín

La fundación de la ciudad de Holguín fue un proceso largo que se inició, prácticamente, con la conquista de la Isla y el establecimiento de los primeros españoles en el territorio del norte de Oriente. Bartolomé Bastidia fue uno de los primeros pobladores del territorio donde se fundara la ciudad muchos años después.

Luego vendió sus propiedades y la encomienda a Diego de Lorenzana y a García Holguín. Este último le dio nombre al territorio. La vida de García Holguín está más relacionada, respecto a su vinculación con la ciudad, con la leyenda que con la realidad. De Cuba se trasladó a México y tuvo un papel importante en la conquista del imperio azteca. En medio del despoblamiento de la isla de Cuba, los primeros colonizadores eran atraídos por la riqueza del continente. García Holguín retornó a su hato y dejó familia que lo heredó a su muerte. Por lo menos esto afirma la historiografía local.

Este es uno de los temas más debatidos por los historiadores. La suerte de este conquistador en nuestro criterio es poco importante, pues su aporte más significativo fue el de su apellido, con el cual se bautizó el territorio. Quizás también dio el primer sustento a la añoranza de los vecinos de esta tierra cuando, por diversas razones, se vieron obligados a emigrar dentro o fuera de la Isla. En caso de ser cierto su retorno, fue una fidelidad gigantesca, si tenemos en cuenta que cambió las esplendorosas tierras mexicanas con todas sus riquezas por su mísero hato cubano.

El territorio de lo que luego fue la ciudad y jurisdicción de Holguín, quedó enmarcado en el municipio de Bayamo. Tierras altas de Maniabón o costa norte de Bayamo fue llamado. El lento poblamiento de vecinos, llegados posiblemente de Bayamo, así como de aborígenes y algunos africanos, fue ocupando paulatinamente estas tierras. Ya en 1719 los vecinos de la región sumaban unos 450. La ganadería y luego el cultivo del tabaco, serían los principales renglones de la economía local. Se conformaron algunos caseríos insignificantes. En uno de ellos, el de Managuaco, se fundó una ermita, según la tradición, el 5 de octubre de 1692.

La construcción de esta ermita demuestra la existencia de una población de cierta relevancia en los parámetros de la época, que requería la atención de la iglesia. Los holguineros soñaban con la construcción de un pueblo.

Fue un bayamés, Bartolomé de Silva y Tamayo, alcalde ordinario de Bayamo, en una de las visitas a la que estaba obligado a realizar periódicamente al territorio bajo su jurisdicción, quien convenció a un grupo de vecinos para que formaran una población. Para esto se escogió el lugar donde actualmente se encuentra la ciudad. No existe una fecha exacta de la construcción del pueblo. Según el historiador José Novoa Betancourt, entre los años 1717 y 1719, se produjo la mudada y construcción del pueblo; mientras que en 1720 se oficializó este. En 1726 el caserío contaba con una iglesia y sesenta casas de guano, las que podían albergar alrededor de 300 personas.

El gobernador del departamento oriental aprobó en 1726 que se instituyera el cargo de teniente de justicia y capitán de guerra. En 1752 Holguín se constituyó en municipio. En aquellos momentos, en las tierras que estaban bajo la jurisdicción del municipio, residían 1291 personas. La ciudad irá creciendo paulatinamente hasta terminar convertida en una de las más pobladas de la Isla.

La ciudad en una Mesopotamia

Holguín es conocida como La Ciudad Cubana de los Parques: “Estos espacios urbanos están indisolublemente ligados al desarrollo histórico y social de la urbe, al extremo de afirmarse que la historia de Holguín es la de sus plazas”.[4] Aunque también podía llamarse la ciudad en una Mesopotamia. La población se formó entre dos ríos que parecen intentar abrazarla.

El valle de colinas suaves que dejan espacios suficientes para futuros caminos, fue la primera señal que debieron recibir quienes se iniciaban en el tránsito de conquistadores a colonizadores, en el siglo XVI cubano. Había llegado García Holguín en épocas tempranas, y luego de muchos avatares en el Nuevo Mundo, iba a establecer su hato en aquella tierra de tanto verdor que cansaba la vista. De seguro que entre tanto árbol no distinguió los ríos hasta que ya tropezó con la humedad. Lo atravesaron sin dificultad, pues había vado suficiente para ello. Fue exploración inicial hasta que descubrieron que se encontraban rodeados de agua. Estaban en una verdadera Mesopotamia. Aquellos ríos sin nombre fueron bautizados como Fernando e Isabel, recordando a los reyes españoles que habían apoyado la empresa del descubrimiento. Rodeado de indios y de seguro de otros hispanos, García Holguín inició el establecimiento de su hato. La tradición, más que la demostración histórica, sitúa el acontecimiento el 4 de abril de 1545.

El agua, que siempre ha sido difícil en la región, fue asunto de seguro a tener en cuenta a la hora de elegir un territorio para fundar la población en las primeras décadas del siglo XVIII. Se le llamó Holguín. No podía haber mejor asiento para el futuro desarrollo demográfico que el espacio sólido entre los dos ríos. Mucha llanura para trazar calles rectas y bastante agua para satisfacer la gran sed de la civilización.

La ciudad de Holguín, desde aquellos momentos, quedaría estrechamente ligada a ambos ríos. Muy pronto comenzaron a ser incluidos en la vida común. Los nombres resultaban demasiado lejanos para esta gente de acá que, paulatinamente, comenzaron a olvidar la península. Una decisión que hoy es anónima renovó el bautizo. Marañón fue designado uno de aquellos riachuelos, siguiendo el criterio de esos árboles frutales que debieron crecer en algunas de sus márgenes. Al otro se le designó como Jigüe, personaje de la mitología africana. De esa forma se incluía por decisión popular a esa cultura tan importante para el cubano.

Los ríos eran los límites lejanos de la población. La ciudad crecía despacio como si temiera llegar a aquellas fronteras húmedas de su feudo. Se situó el cementerio del otro lado del Jigüe. Traspasar los ríos era sinónimo de lo distante. Del otro lado del Marañón debía ser símbolo de lo desconocido para los más cautos en el andar. Los vados se mostraban demasiados inseguros en tiempo de lluvia, por lo que se recurrió a los puentes. Rústicos y de madera inicialmente, de arcadas y de materiales más sólidos los que los sustituyeron. La ciudad comenzó a rebasar los límites del río.

Las calles que morían en la hierba y las arboledas fueron avanzando paulatinamente hasta situar sus extremas vanguardias en los ríos. Luego fue el salto de la ciudad, que incursionó en las otras márgenes. La ciudad, que había vivido en buena armonía con los ríos, se volvió glotona. Sus vecinos comenzaron a construir sus casas muy cerca de las márgenes. Era como si no se quisiera dejar los marcos de la Mesopotamia. Por último, los más arriesgados arrinconaron a los arroyos nobles ocupando sus desagües naturales. En ocasiones el Jigüe y el Marañón llegan reclamando lo que justamente es de ellos. Pero en lugar de prados por donde se fuguen sus aguas, encuentra muros, puertas, ventanas, techos… Las aguas sorprendidas por el inesperado descubrimiento realizan una protesta salvaje, penetrando por cuanta rendija encuentran a su paso, confiscando muebles y televisores, radios y refrigeradores que van aguas abajo en demostración de que la naturaleza tiene fronteras inviolables Pero luego los ríos vuelven a su cauce. Se recogen sobre sí con cierta timidez, no siempre comprendida. Los vecinos de la ciudad, como si quisieran vengarse de sus furias, los han convertido en cloaca abominable. Viven los ríos muy tristes. Los nobles que brindaron sus aguas y frescuras a sus vecinos y que han hecho esta tierra fértil para que cada patio conserve un breve esbozo de bosque, han sido ofendidos y humillados en su esencia.

Hoy la ciudad necesita no ir a los tiempos iniciales de tanta furia humana, sino retomar el sentido de la civilización de convivir con la naturaleza, y hacer del Jigüe y el Marañón lo que fueron y deben ser los viejos amigos de la ciudad.

Bibliografía:
Mayra San Miguel. Hernel Pérez y José Novoa Betancourt, Síntesis Histórica Municipal de Holguín, Ediciones Holguín, Editora Historia, La Habana, 2010.

José Novoa Betancourt: Contribución a la Historia colonial de Holguín 1752-1823, Ediciones Holguín, 2001.

Referencias:

[1] Ángela Peña Obregón: Dos siglos de arquitectura, Ediciones Holguín, 2001, p. 11.

[2] Ídem.

[3] Ibídem. p. 13.

[4] Ángela Peña Obregón: La ciudad de los parques, Ediciones Holguín, 2016, p. 9.

Publicado en La Jiribilla revista cultural cubana link: Holguín: los orígenes – La Jiribilla

EL GENERAL, EL LIBRO Y LA ENVIDIA

Entre libros publicados del general mambí Enrique Collazo Tejada uno de los más conocidos, utilizados y citados es Desde Yara hasta el Zanjón. Su impacto en los estudios de la Guerra Grande solo es comparable a La Revolución de Yara, de Fernando Figueredo Socarrás y al Diario de campaña de Máximo Gómez. Por lo menos ese es el criterio que forjé de mi época de estudiante en los años setenta del siglo XX. Emprendí una búsqueda en la memoria de varios colegas y la mayoría confirmaron mi criterio sobre Enrique Collazo. La historiadora Maricelis Torres Guerrero, en una comunicación personal, me afirma que la ilustre profesora de la Universidad de Oriente, María Nelsa Trincado, tenía en muy alta estima el mencionado libro. Era cita obligatoria en sus apasionantes clases sobre la guerra de independencia. 

En esos años dábamos por sentado que todo lo que decían los testimonios de los insurrectos era cierto. Ponerlos en duda era algo así como ocupar una plaza en las contraguerrillas hispanas o el cuerpo de voluntarios.

La historiografía actual, sin dejar ese sentido hagiográfico que tiene, al referirse a los personajes del campo mambí de la Guerra Grande, se ha hecho otras preguntas sobre esos testimonios. Basta leer en ese sentido Encrucijada de la guerra prolongada, de Jorge Ibarra.

Sin embargo, el texto Cuba Heroica, de la autoría de Collazo, ha corrido otra suerte. No se le ha considerado entre los libros indispensables de la historiografía de la Guerra Grande, ni en general del proceso independentista. Hay una nueva generación para la que la interpretación de la documentación alcanza mayor relevancia. Historiadores para los que son más significativas las fuentes primarias que las secundarias.

En mi primera lectura de Cuba Heroica sentí cierta desilusión. Esa acumulación de epígrafes relativamente breves que lo integran y se pueden leer independientes unos de otros, en ocasiones, sin mucha hilvanación, desasía la admiración por Collazo que formé luego de leer Desde Yara hasta el Zanjón. Ese pasar de un capítulo que parecía testimonio personal a otro que se acercaba más a la reconstrucción histórica me desencantaron. Incluso en ocasiones me llegó cierto sentido de que alargaba algunos capítulos para llenar hojas, algo muy común en los historiadores, que en no pocas ocasiones una parte significativa de las páginas de nuestros textos sobran. Uno imagina que un general mambí no tiene que recurrir a un método tan burdo para darse importancia.

Cuba Heroica nos acerca a la frontera de la duda, pues es demasiado abarcador, desarrolla temas tan distantes de él como la toma de La Habana por los ingleses o la captura de Las Tunas. Es como una síntesis histórica del archipiélago cubano. El desarrollo historiográfico cubano, en el siglo XX, con verdaderos monstruos de la investigación, ha disminuido considerablemente el texto de Collazo a los ojos de un lector con cierto conocimiento de la historia de la Isla. En la medida en que se desarrolla la historiografía al paso de los años es de pensar que el referido libro irá perdiendo espacio como síntesis histórica.

Lo que sí es un libro del presente de su época. Collazo vivió la gran frustración de su generación que, luego de tres décadas de sacrificios, había desembocado en una especie de protectorado estadounidense y, como ha afirmado Carmen Almodóvar Muñoz:

El historiador pretende elevar la moral de sus compatriotas en un crucial momento histórico; quiere que las nuevas generaciones conozcan la labor desarrollada por el Ejército Libertador y por los ilustres patriotas que habían proporcionado a Cuba numerosos laureles durante el período revolucionario en el que se inspiraba un clima de libertad en el campo insurrecto.

En este sentido el libro deja a un lado su papel de recreación intelectual del pasado y ocupa un espacio activo protestando por la independencia no alcanzada. En cierta forma el libro es como un combate insurrecto. Tiene olor más que a pólvora a indignación por la soberanía no lograda. 

Una de las características de la obra de Collazo es que trató de entender a sus coterráneos. A diferencia de la mayoría de los testimoniantes insurrectos que se concentraron en explicar el desarrollo de los acontecimientos, de las acciones militares o las tendencias políticas dentro del independentismo, Collazo intentó hacer un acercamiento digamos social y hasta sicológico al cubano que llevó a cabo aquella épica.

“Cuba Heroica es un libro del presente de su época”.

Nadie como él logró atrapar la forma de pensar y actuar del insurrecto de octubre de 1868 y lo expresó en un párrafo de escasas líneas y de indiscutible belleza en su libro Desde Yara hasta el Zanjón:

Dado el modo de ser del pueblo cubano y las aptitudes de los iniciadores, el movimiento en su principio tuvo mucho de una algarada de gente alegre que se lanzaba inconsciente a un peligro desconocido, con la esperanza de su poca duración. Creyendo celebrar alegremente la primera noche buena entre gritos de alegría y libertad.

En Cuba Heroica dedica dos epígrafes a mostrarnos las cualidades y defectos de sus contemporáneos “Como somos” y “Carácter cubano”. En el primero intenta revelarnos lo que él considera unas características generales del cubano al decirnos que: “Es el pueblo cubano de índole pacífica y tranquilo; amante de su tierra y de sus costumbres, y a pesar de que su clima le incita a la indolencia, es trabajador, sobrio, duro para la fatiga y el trabajo”. Resalta las cualidades como guerrero de ese hombre en el texto.

Otro asunto que enfrenta el libro de Collazo en estos momentos es la globalización que ha abierto el conocimiento, pero al mismo tiempo ha ido reduciendo la sabiduría regional. “En un pasado, Charco Redondo le decía mucho a no pocos vecinos de esta Isla que hoy se pierde en un mar de información que, en ocasiones, nos permite conocer más del Tibet que del oriente de la Isla antillana”. Es pensar que el texto pierde mucho en esa descarga cerrada que nos hace de lugares muy locales, pero en cierta medida lo salva esa argumentación de pasiones y decisiones. Sus relatos sobre el coraje y la cobardía, la traición y la fidelidad son universales y poco importa el escenario, pueden ser comprendidas por un hombre actual aunque no sepa dónde quedan Charco Redondo, Bijarú u otros lugares de combate.

En nuestro criterio los epígrafes más interesantes y de valor son los que se refieren a acontecimientos en los que él participó personalmente, que fueron muchos. Queremos hacer una breve valoración de algunos de los que tienen esa característica. No vamos a analizar los hechos que narra sino más bien intentar, desde temas muy particulares, encontrar generalizaciones que nos muestren los verdaderos valores del libro para los estudios del pasado. Utilizaremos los epígrafes titulados “Holguín”, “En marcha”, “Albricias” y “El gobierno”. En ellos nos da sus versiones sobre la ofensiva española en el inverno de 1869 en la jurisdicción de Holguín. Inspirados en esos textos y sobre todo motivados por sus descripciones épicas, la desesperación de aquella tropa, prácticamente desarmada ante un enemigo superior, hicimos una investigación a finales de la década del ochenta del siglo XX, que publicamos en 1990 con el título de La Campaña desconocida de Máximo Gómez Báez. (Holguín 1869 1870)

La investigación nos permitió ver con más claridad Cuba Heroica, pues consultamos documentos de los mambises y los españoles. El primer asunto es que Collazo se fuga de ese narrar de lo que vio y escuchó, como es bastante usual en este tipo de obras donde el autor se concentra en sus vivencias personales y raramente enmarca los criterios más allá de los disparos que hizo o le hicieron.

Collazo nos da una visión sobre los planes españoles en líneas breves y precisas cargadas de emotividad, pues conoció la crueldad de los colonialistas y el valor de los mambises. Además identifica la región donde se desarrollan los acontecimientos; da una serie de características de la jurisdicción como la existencia en ella de una población pro-española, nos comenta que: “La parte norte de la jurisdicción, es decir, el territorio entre Gibara y Holguín, era netamente español pues la gente del campo en su mayoría eran isleños e hijos de ellos eran feroces guerrilleros”. Luego de esta descripción Collazo nos refiere el desarrollo de la contienda y los bruscos cambios. Utiliza términos muy precisos con gran ahorro de palabra para referirse a la situación de la comarca antes de la ofensiva colonialista, nos dice que era: “virgen de guerra la población numerosa de nada carecía”. Luego todo cambió desfavorablemente con la llegada de la marea enemiga. El nos detalla lo terrible que fue esto en especial para las familias.

Collazo da una semblanza muy acertada del líder local de más arraigo, Julio Grave de Peralta, que: “conocido y querido por todos, había sido demasiado indulgente con sus amigos que habían abusado de él”. El asunto es que la mayoría de sus oficiales y parte de sus soldados eran sus amigos o por lo menos conocidos, en no pocos casos parientes. La disciplina implantada por el jefe holguinero era bastante peculiar: “…los hombres permanecían en sus casas y solo se agrupaban en los momentos en que había que combatir”. Estas pinceladas de Collazo son aplicables a todas las regiones de Cuba donde estalló la guerra de 1868.

Al mismo tiempo retrata a la contrapartida de ese soldado criollo sacrificado pero dado al abandono de tácticas y disciplina militar. Los jefes extranjeros que combatieron en las filas libertadoras y trataron de cambiar esa situación fueron muy mal vistos. Al referirse a Máximo Gómez, designado, en agosto de 1869, jefe de Holguín nos dice: “La noticia de la llegada del general Gómez no fue bien recibida. Mientras Grave de Peralta era muy querido, todo lo contrario del general dominicano que por sus primeras medidas contra algunos jefes de la localidad, dejó de ser tratado amablemente”

Collazo reflejó en una sorprendente síntesis las tácticas del enemigo: iban ocupando casi todas las fincas con pequeños campamentos que eran sostenidos y aprovisionados por columnas volantes. Con palabras de poeta, en forma breve pero precisa, casi cinematográfica, nos dice el éxito de aquella forma de combatir: “hubo días en que la tropa resolló sobre el Cuartel General”. Sobre la efectividad de esta táctica agrega Collazo que “cruzar la línea de campamentos era peligroso, y la comunicación con el gobierno era difícil. El gobierno se encontraba en Tunas, del otro lado de esta línea militar”.

Su descripción sobre el estado de desespero a que los llevó la ofensiva enemiga parece un cuadro de Eugenio Delacroix:

El agua era mala y escasa, la comida no teníamos tiempo para buscarla; los cartuchos se hacían con cápsulas que los soldados dejaban caer sobre el camino.

Así nos sostuvimos cerca de un mes; pero nos encontrábamos mejor; a pesar de lo extremado de la situación, no había habido ni una sola defección, ni un presentado; se habían ido los débiles o cobarde, quedaban allí los puros, los resueltos a morir; se estableció la confianza y se afirmó la revolución.

Collazo resume la esencia de algunos combates como los asaltos a poblados del que nos dice de un ataque a un caserío español: “… saqueó en parte, no pudiendo tomarse el fuerte”. Este tipo de acciones se caracterizaban por aislar a la guarnición en sus fortines y depredar almacenes y casas en busca de vituallas.

Collazo describe otras acciones consideradas entonces de gran relieve como la de Bijarú, prácticamente olvidado hoy, donde nos dice que: “El general español Morales de los Ríos, que con una fuerte columna llegó a Bijarú, además de ser batido en el trayecto, sufrió un serio descalabro a su llegada a ese punto, el que tuvo que abandonar con rapidez”. Refleja lo que sería uno de los problemas más serios; “el parque empezó a escasear”.

Collazo deja testimonios de las familias y lo que significaban en las operaciones: “…nos batíamos a todas horas; abrumados, además, por el sinnúmero de familias que buscaban el amparo de nuestras fuerzas”.

Nos dibuja con claridad lo que significaba un presentado: “se habían iniciado las presentaciones al enemigo. Cada presentado era un nuevo práctico para las tropas españolas; la cobardía y la traición se habían desarrollado grandemente. La situación era en extremo desesperada pues: se dio caso, varias veces, de pasarse avanzadas enteras”. En este puñado de páginas Collazo resume como pocos los momentos desgarradores del enfrentamiento a la ofensiva de Valmaseda por los orientales. Estas descripciones de acontecimientos de los que fue partícipe, testigo o recogió el testimonio de primera mano de los participantes, es lo que hace necesaria la lectura del texto Cuba Heroica para el interesado en el pasado. Podrá ese lector encontrar mejores análisis en las obras de historiadores posteriores sobre acontecimiento a los que Collazo se acercó como intelectual, separados de ellos en el tiempo, conocidos por documentos o libros. Pero lo que sí es indispensable son esos relatos de la hazaña épica que él va dejando a través del libro.

Un asunto del que Collazo parece ser maestro es la utilización de epígrafes breves. Esos pequeños textos que conforman Cuba Heroica se pueden leer independientes entre sí, pero al mismo tiempo forman parte de una obra mayor. En cierta forma logró lo que la mayoría de los historiadores actuales no hemos alcanzado. Nuestras obras tienen que ser leídas en conjunto para ser entendidas. Escribimos cada vez libros con más páginas, con capítulos más extensos para un público reducido, un lector especializado en un tema o con gusto para la historia y sobre todo con tiempo para leer largas obras. Un lector cada vez más escaso.

Pese a mis encuentros y desencuentros con el general Collazo siento envidia por esa forma de narrar, pues se adelantó a su época y escribió libros que debíamos haber elaborado los historiadores de mi generación, en especial el que le hace estos comentarios, para no sentir la envidia que me despierta la lectura de Cuba Heroica, pasión nada sana que le revelo a usted como mi mayor secreto

Publicado en La Jiribilla revista cultural cubana link: El general, el libro y la envidia – La Jiribilla

RAMIRO GUERRA Y LAS MALDITAS NOTAS A PIE DE PÁGINA

¿Por qué estudiar la Guerra Grande o de 1868? A los profesores de las academias militares de poco les sirve en una época en que las contiendas se deciden en bombardeos de aviones supersónicos y cohetes intercontinentales. Incluso si lo analizamos desde el punto de vista de las luchas irregulares, hay otras que despiertan más interés, como la de Vietnam, la de Colombia, para adiestrar a los ejércitos de las potencias. Pero aun así la Guerra Grande nos sigue atrayendo incluso hasta fascinarnos. ¿Por qué ese interés? La respuesta puede ser muy variada, pero lo cierto es que, después que leemos un texto o revisamos algunos documentos de aquellos acontecimientos, ya no podemos fugarnos de esa década.

Carlos Manuel de Céspedes, el iniciador de la contienda, ha sido considerado como el Padre de la Patria. Mientras la guerra, en una acertada definición de José Martí, es para los cubanos “Sagrada Madre Nuestra” [1] pese a lo terrible de aquellos años, a la mucha crueldad que ambos enemigos pusieron en práctica. Céspedes y la contienda del 68 tienen un trasfondo de buena familia. El estudioso o el simple diletante llega a ellos como el hijo que retorna al hogar luego de andar por el mundo. Allí siempre estará el amable padre de todo y esa madre que fue el inicio de una nación. Es como entrar a una sala de maternidad de un hospital, entre la sangre y el dolor está esa pequeña criatura que es el principio de todo. Nos acercamos con respeto e interrogantes a la vida que se inicia.

Ramiro Guerra Sánchez fue uno de los que quedó atrapado por aquella guerra. Incluso podemos decir que formó parte de ella. Aunque nació dos años después del fin de las acciones bélicas, en 1880, pero arrastró hasta el siglo XX lo grandioso de la epopeya. Para toda una generación cultivada no se podía hablar de aquella década sin pensar o mencionar al referido historiador.

Participantes en uno u otro bando o simples testigos elaboraron textos de diferente calidad, como testimonios u obras de análisis que parecían flotar en el ambiente cultural e intelectual de la Isla. Ramiro Guerra supo atrapar aquel conjunto de obras y las sintetizó en su libro de dos tomos La Guerra de los Diez Años, publicado en 1950.

Entró en una zona peligrosa de la historiografía, pues era un área del pasado muy estudiada además de muy polémica. Su libro alcanzó una gran relevancia que se fue incrementando en la medida en que la historia tomó dimensiones de institución en el gobierno durante los años sesenta del siglo pasado, en especial a partir del centenario del Diez de Octubre de 1868. En un país muy politizado, donde se definió una frontera de un antes y un después, se consideró tan importante la obra, que se le perdonó su sentido conservador en política y su apoyo al gobierno de Gerardo Machado y en general su activa vida en la llamada seudorrepública. Tuvo además un singular privilegio: se convirtió en un clásico. Aunque no se le leyera, se le tenía en las miles de bibliotecas personales que se fueron formando en el país al compás del interés que despertaban la historia y la posibilidad de obtener libros a bajo precio. En un ámbito historiográfico, con su libro ocurrió algo similar a lo de El Quijote, que muchos mencionan y pocos leen.

La Guerra de los Diez Años es un libro atractivo por su escritura, es una especie de diálogo con el lector, pero no creo que fue un libro popular en el sentido de que muchos lo leyeran, por su extensión, dos tomos de más de 400 páginas cada uno. Lo que sí, en un ámbito académico y universitario, alcanzó una gran demanda, en especial en la década del setenta cuando se conmemoraron los centenarios más significativos de la Guerra Grande, como la muerte de Agramonte o la Protesta de Baraguá. Se crearon incluso equipos de estudio entre la población, que elaboraban ponencias sobre esos acontecimientos. En las discusiones de aquellos breves estudios, por norma estaba presente algún tomo de su obra. Todo esto en medio de un espíritu heroico y bélico al compás de las misiones internacionalistas en Angola y Etiopía.

Fue el libro por el que la mayoría de los actuales historiadores y profesores de historia, por lo menos a los que realmente les interesaba la materia, aprendieron sobre aquel proceso. Deslumbró a toda una generación. Pero en la medida en que avanzaban los estudios históricos, actualmente varias universidades imparten la carrera de historia además de los institutos pedagógicos. Las editoriales han abierto las puertas anchas a los textos de esa especialidad. Incluso existen editoras especializadas en obras de carácter histórico.

Los dos inmensos tomos tenían una vida muy tranquila y prestigio asegurado cuando los estudiantes y los académicos chocaron con las malditas notas a pie de página. Prácticamente todas las del texto de Guerra de los Diez Años son de libros. Apenas hay una cita tomada de un archivo y, por cierto, no señala la fuente: tan solo afirma que es el diario de Céspedes, por lo que es de pensar que fue el primer diario. Esto redujo el aprecio que se tenía por el autor. En especial a partir de algunos momentos de una revisión de conceptos establecidos y que arrestados investigadores han puesto en tela de juicio, como la supuesta desaparición del aborigen o la inexistencia de la familia esclava.

Para los que nos iniciamos en los análisis de esa contienda con su obra y lo seguimos fielmente por años tratando de resolver nuestras dudas en sus páginas, fue un momento triste que tuvimos que aceptar. Quizás para algunos se convirtió en un libro más y perdió la magia con que nos acercamos a él en los años sesenta y setenta. Se convirtió en un libro que es necesario leer, pero que no es indispensable en el criterio de algunos.

Pero, ante esa crítica, podemos argumentar con sentido común que en un libro de síntesis es permitido explotar tales fuentes hasta todos los extremos. Pero, sobre todo, hay una palabra salvadora: estamos ante un gran ensayo, quizás uno de los ensayos más acabados escrito en la primera mitad de aquel siglo XX. Es cierto que hay una inmensa información detallada que no es muy común en ese tipo de obra. Pero la organización y utilización de la misma y el cúmulo de ideas novedosas para la época e, incluso, algunas no superadas todavía, nos sitúa en el sendero de ese tipo de obra. La relación de la demografía, las características geográficas y rasgos culturales comunes de los que participaron en aquella gesta es un asunto muy novedoso. La utilización de mapas, como él hizo, no era frecuente en los libros de historia.

Sigue siendo un texto orientador, se puede tener una idea de la contienda en su conjunto, pese a que hay un considerable desbalance entre su final y su inicio. Dedica el primer tomo al año 1868 y a 1869 fundamentalmente. Incluso en el segundo tomo también se le puede señalar cierto desbalance.

La obra nos gana por sus análisis mesurados en momentos en que el estudio de algunas figuras de nuestro pasado se acerca a una especie de hagiografía, digamos, científica. Guerra Sánchez trata de ser lo más objetivo posible. Incluso hasta con los defensores del imperio desdeña la pasión con que siempre se les trata y los incluye en un lenguaje abarcador y en el que se siente la separación del tiempo. En un momento en que las contiendas de independencia estaban bastante cercanas a él, vale la pena releerlo, en estos tiempos cuando no pocos estudiosos se atrincheran junto a generales y patricios o regiones históricas convertidos en ídolos intocables.

Ramiro Guerra nos seguirá acompañando más allá de las pasiones momentáneas. No se puede pensar en la Guerra Grande sin tener en cuenta su libro.

Notas:
[1] Instituto de Historia de Cuba, Las luchas por la Independencia Nacional y las transformaciones estructurales 1868- 1898, Editora Política, La Habana, 1996, p. 151.

Publicado en La Jiribilla revista cultural cubana link: Ramiro Guerra y las malditas notas a pie de página – La Jiribilla